Cuando
llegó el sacerdote Sarah se puso un poco nerviosa pensando que quizá haber sido
descubierta fornicando con el diablo podría manchar su reputación. Por la
expresión del padre MacGowan supo que era un asunto delicado, pero ¿qué iba a
saber ella?
—Aquí
le tiene, padre —dijo el señor Konrad sin dejar de apuntarle directamente entre los ojos con la escopeta—.
Sorprendido fuera del infierno, y en la cama de mi hija.
—¿Eso
es cierto, hija? —preguntó el sacerdote a Sarah.
—Sí,
es mi cama —asintió la mujer.
—Digo
que si has sido sorprendida con el diablo metido en ella.
—A
decir verdad, padre… le juro que me lo temía. Sabía que este matao se iba a quedar dormido —le miró
mal—. El sorprendido ha sido él.
—Eso
es una confesión —hizo constar el sacerdote.
—¡Han
mantenido relaciones!— clamó el señor Konrad
—Qué
vergüenza… qué vergüenza… —murmuraba Brianna, la madre, sentada en una mecedora.
—Si
puedo decir algo… —intervino el diablo con cautela—, yo no mantengo relaciones,
yo follo y poseo.
—¡Cierra
la puta boca o te la vuelo a plomazos! —amenazó el hombre.
—…
—Padre
MacGowan, ya ve usted cómo está la situación, y entenderá por qué le hemos
hecho llamar.
—Perfectamente,
señor Konrad. Sacaré al demonio de la cama de su casta hija y la liberaré de su
pérfida influencia.
—De
casta nada —gruñó el hombre—. Estamos en confianza, a la vista está que es una
golfa.
—¡Papá!
—¡Tú
chitón! Que me tienes contento…
—¡JA
JA JA! —rió el diablo de forma grandilocuente y teatrera— Si pensáis que un
viejo y decrépito sacerdote va a tener poder sobre mí es que estáis
agilipollados, paletos.
La
escopeta retumbó y el hombro del demonio estuvo a punto de saltar por los
aires. El diablo lanzó un aullido de dolor, pero enseguida se recompuso.
—Vuestras
armas… no tienen poder sobre mí.
—Pues
quién lo diría —comentó Sarah—, has gritado como una cochinilla.
El
diablo se puso rojo de ira, pero antes de que pudiera contestar le frenó en
seco el señor Konrad, tajante.
—Escucha,
muchacho, aquí nadie va a hacer ningún exorcismo. Tenlo claro.
—Al
fin veo que entráis en razón —sonrió el diablo.
—No
creas que te vamos a sacar de la cama para que te vayas de rositas después de
haber mancillado a mi única hija. ¿Qué clase de padre sería? No, chavalote, no.
He hecho llamar al padre MacGowan para solucionar este asunto de la única
manera que puede y debe hacerse.
—¿Qué
estás diciendo, viejo? —preguntó el diablo, nervioso.
—Coño,
ya lo sabes. Tú te has follado a mi hija, tú te casarás con ella.
—¡Que
soy el demonio!
—Haberlo
pensado antes.
—Esto
es ridículo.
—No
quiero volver a escuchar una palabra de tu maldita boca hasta que el sacerdote
no te pregunte. ¿Estamos? —acercó la punta de la escopeta a su cabeza. Una gota
de sudor cayó por su frente y enseguida se evaporó—. Proceda padre.
El
sacerdote sorprendido asintió y carraspeó.
—Pónganse
en pie.
Ambos
lo hicieron, estaban en pelotas y asustados.
—Por
favor, cúbranse…—pidió el cura sin quitar ojo al cuerpo de Sarah.
Sara
se tapó rápidamente con la sábana, pero el diablo no hizo caso y se mantuvo erguido,
con su erección mañanera desafiante.
—Cúbrete
las vergüenzas —ordenó el señor Konrad.
—¿Vergüenza?
—se burló el demonio— Admira el tamaño de mi miembro.
—No
decías eso anoche —murmuró Sarah.
—¡No
me toques los cojones! —gritó Satanás.
—¡No
me los toques tú a mí, cabronazo, si en verdad no quieres que te la vuele en pedazos!
—gritó el señor Konrad aún más fuerte que el diablo— Tápate esa birria de pene y tengamos la
fiesta en paz. Adelante, padre.
—Pues…
—carraspeó—. Estamos aquí reunidos en este día… —comenzó el sacerdote con
bastante inseguridad— …para unir en santo matrimonio a Sarah y a…
—El
demonio —apuntó Satanás.
—…y
al demonio —completó el sacerdote—. ¿De verdad estáis seguros de esto?
—preguntó confuso.
—Siga
—ordenó el señor Konrad.
—Está
bien… pues… a ver… resumiendo, Sarah, quieres tomar como esposo a Satanás para
amarle y respetarle y todas esas cosas hasta que la muerte os separe.
—Yo
soy inmortal —dijo el diablo.
—¿Quieres
que lo comprobemos? —preguntó el señor Konrad.
—Sí,
quiero —asintió Sarah.
—Y
tú, Satanás, ¿quieres a Sarah como legítima esposa para todas esas cosas
también hasta que la muerte os separe?
Satanás
miró de reojo el cañón de la escopeta, suspiró y asintió.
—Pues…
—dijo el cura— si nadie se opone a este enlace… —miró al cielo, por la ventana
esperando que alguien mandase una señal desde allí. Nada—… por el poder que me
ha sido otorgado, yo os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
El
diablo miró a su suegro. Este asintió, sonriendo.
—Bésala,
hijo.
Y
el demonio besó a Sarah.
Lo
sucedido a continuación entra dentro de lo habitual, a pesar de todo. A saber:
felicitaciones, situaciones violentas, abrazos y amenazas varias. Pero había
una perspectiva que, al menos, se le antojaba apetecible al demonio. En efecto,
la noche de bodas.
Estaba
venido arriba, vigoroso, titánico y la tenía dura como una piedra. Esta noche,
pensaba, su recién estrenada mujer se tragaría sus palabras, y también más
cosas pervertidas. Era su momento, desataría el poder de los infiernos en su
flamante miembro viril para que aquella mujer cayera a sus pies, sumisa,
amante, encadenada a su voluntad. Su pene invencible se alzaría como un coloso
ante su mirada suplicante de placer, y se lo daría, claro que sí, pero a cambio
de su alma.
—Me
duele la cabeza.
El
pene se le vino abajo.
—¿Qué?
—Que
me duele la cabeza —repitió Sarah—, date la vuelta y duérmete, anda.
—Pero…
¿qué cojones estás diciendo?
—Esta
noche no, ya mañana si eso.
—Pero…
pero… tu alma me pertenece.
Sarah
se dio la vuelta y le miró, como quien mira a un idiota y sonrió con cierta
maldad.
—¿Pero tú te has creído? Mi alma no te pertenece, esposo mío, tenemos gananciales.
Y, ojito con pasarte de listo, que pido el divorcio y me quedo con la mitad de
tu infierno.
—Tú…
—balbuceó el diablo sin salir de su asombro—. Tú eres una arpía.
—Habló
de puta la tacones —rió Sarah.
El
diablo quedó mudo, congelado, con el pene diminuto, apaleado.
—Me
voy al bar.
—Ni
lo sueñes. Date la vuelta y duérmete ahora mismo.
—…